La factura británica del austericidio

brexit-shutterstock2Siempre ha existido en la sociedad británica una especial desconfianza hacia los asuntos «continentales» y, por tanto, hacia la Unión Europea. Su propia historia está dominada por un interminable debate entre la implicación en los asuntos continentales o la reclusión (solo entendible por su insularidad) en una splendid isolation, una idílica autosuficiencia en todos los órdenes de la vida. Incluso el propio imperio británico pareció concebirse para sostenerla creando un espacio reservado de escala planetaria que apuntalase esa imposible autarquía mercantilista con respecto al resto de Europa.

La segunda guerra mundial y la descolonización supusieron el baño de realidad que abrió el camino de la integración del Reino Unido en el proyecto de una Europa más unida en lo económico de la que surgiese una solidaridad de hecho entre los europeos y un edificio político más adecuado para afrontar en común los desafíos del mundo actual. Cuando se adhirió al mercado común allá por 1973, éste tenía básicamente la forma de una unión aduanera y normativa para facilitar los intercambios. La solidaridad de hecho se derivaba de una más limitada pero inequívoca proyección en el plano europeo de los conceptos e instituciones del estado de bienestar, base de la estabilidad y prosperidad de una Europa que tenía que recuperarse de los traumas y la destrucción causadas por el fascismo y, al tiempo, constituir un baluarte seguro frente al bloque comunista durante los años de la guerra fría.

En ese tiempo, España todavía era una anormalidad, una secuela internacionalmente tolerada de ese mismo fascismo ya erradicado en el resto del continente. Buscábamos dejar atrás la dictadura franquista, el atraso secular, la pobreza, el aislamiento. Europa representaba la posibilidad de acabar con la losa histórica del oscurantismo heredado de la Inquisición y la autarquía, para abrazar la modernidad. Y ello incluía no solo el tránsito a una democracia homologable con la de otros países europeos, sino también algo que se consideraba indisociable: la consecución de un verdadero estado de bienestar. Nuestro ingreso en la Comunidad Europea supuso un espaldarazo a esa aspiración colectiva contribuyendo a dotar de contenido real al artículo 1 de la Constitución de 1978: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho…».

Pero el fin de la guerra fría y la inauguración de un nuevo mundo globalizado en el que el capitalismo neoliberal podía recoger los frutos de su victoria frente al comunismo, inició la ruptura de ese espacio de compromiso socialdemocrático entre el capitalismo americano y el comunismo soviético que representaba Europa. Con el fin de la era Delors en 1995 comenzó a cuestionarse ese modelo seguro, acogedor, fiable, próspero, civilizador y esperanzador que la Europa social y democrática encarnaba. La UE, que por aquel entonces diseñaba su unión económica y monetaria, se «renacionalizó» en un proceso pilotado por nuevos gobiernos conservadores, liberales y socialistas de «tercera vía» que han dominado las instituciones europeas.

El desguace de la Europa social resulta de sus actuales recetas económicas. La crisis incidió sobre una unión económica y monetaria concebida a la medida del nuevo paradigma liberal-conservador, de suerte que sus efectos han sido devastadores para las clases sociales más vulnerables, trabajadores, pequeños ahorradores, pymes…, al tiempo que se han minado todas las instituciones de solidaridad y redistribución de riqueza que constituyen el estado social o de bienestar.

Los gobiernos de los estados miembros no han tenido ningún empacho en justificar sus políticas austericidas en los mandatos de «Bruselas» como si en sus sillas y escaños no se sentasen ellos. Los mismos que han hecho que la UE haya pasado de ser para la ciudadanía una esperanza en un mundo acuciado por la violencia y la explotación a un impersonal imperio capitalista en el que proliferan los piratas que guardan sus botines en paraísos fiscales.

En cada país la gente busca las puertas de salida a su modo de acuerdo con sus propias percepciones y experiencia histórica: allí donde el fascismo fue aplastado en 1945 el secreto encanto de la extrema derecha llama a los desesperados a protegerse en el cuerpo social de la nación verdadera, la xenofobia, la uniformidad racial, mental, cultural, política, etc. Nosotros tendemos más a romper la baraja con alternativas populistas, neocomunistas y neocentralistas, aunque en algunos rincones la «puerta de salida» hacia la que miran es precisamente la de la independencia. Pero los británicos siempre han albergado el nostálgico y apergaminado recuerdo de una isla en la que uno podía encerrarse confortablemente confiado en que los poco más de 32 km de mar que separan Calais y Dover les iban a librar de las convulsiones del resto del mundo. La fuerza de la insatisfacción y el hartazgo de tanto abuso se han conjugado con la idea de esta idílica patria perdida y ello explica por qué de nuevo la niebla se ha instalado en el Canal de la Mancha y «el continente ha quedado aislado».

Miguel Martínez Tomey

Responsable de Asuntos Europeos de Chunta Aragonesista

Publicado en Heraldo de Aragón el 27 de junio de 2016